Luis Hernández Navarro

Osvaldo Caldú, El Rojo

Luis Hernández Navarro Ciudad de México / La Jornada .- Cuando Osvaldo Caldú era bebé su mamá lo arrullaba cantándole: Sólo es nuestro deseo, /rumba la rumba la rumba la. /Acabar con el fascismo, / ¡Ay, Manuela! ¡Ay, Manuela!, y otras piezas más del cancionero antifranquista, que lo acompañarían toda su vida de rojo. Exiliados de la Guerra Civil española en Argentina, sus padres se conocieron en Buenos Aires. Allí nació él. Su papá fue oficial de la República. Su madre estuvo presa en el país Vasco, militarizada, fabricando uniformes para la guerra. Entre muchas cosas más, Osvaldo heredó de ellos un enorme desprecio a los Borbones. Yo, como el capitán Azueta: si mi libertad depende de que me saque el rey, prefiero seguir preso, le gustaba decir. Herrero, chef, restaurantero, promotor cultural, preso político y gran contador de historias, fue militante de las juventudes guevaristas y del Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT) argentino. Creció en Luján, a unos 50 kilómetros de Buenos Aires, ciudad ultraconservadora. A los 13 años, un amigo lo llevó a casa del herrero y poeta Dardo Dorronzoro, de melena blanca y larga. Autodidacto, era un personaje que atrapaba a todo aquel que lo conocía. Vivía en una sencillez franciscana, predicaba el comunismo y comía nueces y miel. Compraba ropa usada a los sastres. En su casa no había llave. Se podía entrar y salir libremente. Había tantos libros que no se veían las paredes. Sus gatos, de tanto pasearse en los estantes –decía Caldú– parecían haber adoptado la doctrina socialista. Trabajaba en la herrería cuatro horas en la mañana, y en la tarde escribía. Con él, Osvaldo aprendió el oficio de la forja. En el hervidero político que se había convertido la Argentina de los 70, con los vientos de la revolución cubana soplando a toda velocidad y la indignación precipitada por la muerte del Che en Bolivia a flor de piel, la casa de Dardo se llenaba de amigos, artistas, poetas, cineastas. Allí se formó el Ateneo Literario. No iban sólo a conversar. Allí tenían un mimeógrafo para hacer volantes. Parecía que la revolución estaba a la vuelta de la esquina, y, entre plática y plática, fumando los cigarros de Nelly, la esposa de Dardo, los jóvenes salían a distribuir las octavillas y pintar los muros, mientras el herrero, a sus 60 y pico años, cuidaba los operativos. Esas tertulias terminaron siendo un semillero de cuadros para las organizaciones revolucionarias. Unos, como Osvaldo, se sumaron a las filas de las Juventudes Guevaristas; otros, a las de Montoneros o a otras organizaciones. En 1971, recién muerto su padre, Osvaldo se mudó a Chile. Trabajó en la protección del presidente Salvador Allende, en la calle Las Conde, donde tenía una casa Arturo Hoffmann, un jefe de seguridad. Estuvo allí un año. A su regreso fue detenido en la frontera. Le encontraron material comprometedor. En las cuevas fue sometido a un simulacro de fusilamiento. A partir de ese momento, la cárcel se cruzó en su camino en varias ocasiones. En Paraná lo detuvieron transportando material del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP). En ese momento, la legislación no era tan dura. Pasó cuatro días tras las rejas y salió. Viajó hasta la frontera, pero fue arrestado en un hotel en Concordia. Finalmente, tras varias caídas, el 19 de octubre de 1975, terminó prisionero en Coronda, un proyecto de exterminio físico y metal, operado por la Gendarmería. A él le tocó estar en el pabellón cinco, destinado a los irrecuperables. “En Coronda, Provincia de Santa Fe –decía Osvaldo–, podíamos estar meses sin salir de la celda porque había un montón de técnicas para que no saliéramos. Silbar, cantar, sentarse, eran delitos. No había ni papel ni lápiz. Sacaban los suéteres en invierno y los devolvían en verano. Había que ducharse con agua fría a las 5 de la mañana en pleno invierno. Pero, en ese régimen de tanto aislamiento, se logró que las tres organizaciones más importantes, PRT, Montoneros y Poder Obrero fueran en una sola dirección.” Un azar macabro, le permitió a Osvaldo salvar la vida. Con 22 años, era el mayor de los jóvenes que se reunían en casa de Dardo. Él fue detenido por última ocasión en 1975. Los demás siguieron reuniéndose y actuando. Pero a ellos ya no los arrestarían: fueron detenidos-desaparecidos, ejecutados extrajudicialmente, torturados, por el comando Bruno Genta de Libertades de América, brazo de exterminio, operado desde el cuartel de Mercedes. Osvaldo recobró su libertad gracias a la nacionalidad española de sus padres. En parte por la presión de la Cruz Roja Internacional, salió a España, con una causa, esposado y pesando 67 kilos. Allí vendió artesanías en la calle y se embarcó en organizar la resistencia en Argentina, con planes de retorno que nunca aterrizaron. Fue entonces que viajó a México y, para ganarse la vida, vendió ropa y, más adelante, se volvió chef y restaurantero. Pese a ello, siguió trabajando de herrero muchos años “porque es mi hobbie y además los martillazos me recuerdan mi taller con Dardo. Es muy grato estar pegando con el martillo al yunque”. Hasta su último suspiro, hace apenas unos días, siguió luchando contra el olvido. “La lucha sigue en Argentina –ex­plicaba–. Aquí estamos los viejos para tapar los baches de la memoria. Hemos tratado siempre de denunciar la situación. Tenemos cantidad de compañeros desaparecidos. Los que tuvimos la ventura de salvarnos tenemos que contar la historia porque es la historia de los compañeros que dieron la vida y no pueden contarla”. Hoy, Osvaldo, El Rojo, descansa arrullado por las viejas canciones de los milicianos republicanos españoles que le cantaba su madre y por la marcha de sus antiguos compañeros: Por las sendas argentinas / va marchando el Errepé / incorporando a sus filas / al pueblo que tiene fe. Twitter: @lhan55 El autor es periodista y coordinador de la sección opinión de La Jornada

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Migración, el negocio

Luis Hernández Navarro Ciudad de México / La Jornada. – En Tres veces mojado, Los Tigres del Norte, esos cronistas imprescindibles del sentir y las peripecias migrantes, se canta y se cuenta la historia y sacrificios de un salvadoreño en la búsqueda del sueño americano. La canción, compuesta por el migrante Enrico Franco Aguilar, dice: Son tres fronteras las que tuve que cruzar, / por tres países anduve indocumentado, / tres veces tuve yo la vida que arriesgar, / por eso dicen que soy tres veces mojado (https://bit.ly/3oOVAyC). La pieza, prácticamente un himno para quienes ejercen su derecho de fuga desde Centroamérica, narra los enormes sufrimientos que hay que hacer para traspasar fronteras sin papeles. En Guatemala y México, cuando crucé, / dos veces me salvé me hicieran prisionero; / el mismo idioma y el color, reflexioné, / cómo es posible que me llamen extranjero, dice el corrido. El drama de los migrantes centroamericanos, como ejemplifica la canción, es más grave que el de los mexicanos en Estados Unidos. Antes de llegar a su destino final deben recorrer México, sufrir penurias extremas, hostilidad y extorsión de las policías y exponerse a asaltos y secuestros, y –las mujeres– a violaciones. Vergonzosamente, se generalizan en el país las opiniones de que los migrantes dañan a la comunidad, que son delincuentes y criminales. Culpan a hondureños, guatemaltecos, salvadoreños, y ahora a haitianos, de la inseguridad que se vive . Se comportan con ellos de la misma manera en que actúan muchos estadunidenses con los paisanos que cruzan la frontera. Migrar es una experiencia ambivalente. Quien toma la decisión de ir a hacer su vida fuera de las fronteras nacionales deja atrás violencia, inseguridad, pobreza, penurias y opresión y busca hacer realidad sus fantasías. La pobreza no es lo único que obliga a emigrar. El emigrante quiere vivir. Sin embargo, a menudo, sus deseos se transforman en pesadillas. El trágico accidente en Chiapa de Corzo, Chiapas, en el que fallecieron al menos 55 migrantes, que viajaban hacinados en un tráiler al servicio de una mafia de traficantes de personas, es la demostración de cómo esa huida hacia una vida mejor termina en ocasiones en desgracia. Como lo ha narrado Alberto Pradilla, los accidentados tuvieron que pagar a los polleros 11 mil dólares por adulto y 4 mil por un menor, para ser trasladados de la frontera a Houston, Texas (https://bit.ly/3IJlZG3). Matteo Dean, joven investigador sobre el mundo laboral, trágicamente fallecido, explicaba en La Jornada las limitaciones semánticas del término migrante y el cómo estos límites del idioma, expresan la incapacidad para abordar esta papa caliente. “Al escribir la palabra migrante –advirtió–, la mayoría de los programas de edición de texto de los ordenadores marcan error. El corrector explica que existe la palabra inmigrado o emigrante. Esta ausencia de la palabra migrante del cuadro semántico no es una casualidad. ¿Límites de un idioma? Quizás, o tan sólo límites de un lenguaje que aún no es capaz o no quiere ser capaz de explicar –y reconocer– un fenómeno real: el del migrante”. La migración es tanto una herencia colonial como una criatura del neoliberalismo. Su acción ha modificado las fronteras humanas. La geografía del capital no es una geografía con confines claros entre centro y periferia. Cada vez hay más periferia en el centro y centro en la periferia. Un seguimiento del flujo migratorio actual no puede detenerse en una espacialidad norte-sur, porque ya no es posible trazar confines precisos, absolutos. Hay una redefinición geográfica continua. Las fronteras de la explotación se reproducen en el espacio trasnacional. A través de territorio mexicano buscan llegar subrepticiamente a Estados Unidos, ciudadanos de las más diversas naciones y regiones del planeta: además de centroamericanos, brasileños, haitanos, chinos y coreanos, de Congo, Camerún y Sierra Leona. La frontera es un sistema de exclusas que se llena o vacía dependiendo de las necesidades de la fuerza de trabajo y de las presiones para bajar su costo. La llave que cierra a muchos la entrada a la tierra de la gran promesa la abre a otros. En Estados Unidos la clase trabajadora no sólo tiene dos sexos, sino muchas nacionalidades. Dispuestos a trabajar más horas por menos salario y sin seguridad social, los trabajadores sin papeles hacen posible que los grandes señores del imperio prosperen, y que se realicen labores que otros no quieren efectuar. Los trabajadores emigrantes en las metrópolis, afirma John Berger, son inmortales: son siempre intercambiables. Tienen una sola función: trabajar. Guatemala es una gran bodega en la que se almacenan drogas, armas, piratería, autos robados y seres humanos, negocio de bandas criminales con redes de complicidad entre autoridades chapinas y mexicanas. Están integradas verticalmente. Sus mercancías entran a México por una porosa frontera de 965 kilómetros. En los 20 municipios chiapanecos enclavados en ese territorio cuentan con infraestructura, organización y relaciones para mover impunemente los productos hasta su destino. En México, rutas y fronteras militarizadas obligan a indocumentados a caer en manos de polleros y crimen organizado. Según el Instituto Nacional de Migración, este año fueron detenidas 225 mil personas, 35 mil en operativos contra tráileres. Muchas más cruzaron hacia acá. En la frontera sur se vive una crisis humanitaria. No es resultado de alguna conspiración. Es producto de haber convertido a la Guardia Nacional en una especie de Border Patrol subrogada, internalizando la política migratoria de Estados Unidos. Twitter: @lhan55 El autor es periodista y coordinador de Opinión de La Jornada

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