Poesía y política ¿un compromiso con la muerte?

Carolina Morón Despellejar los sesos a pura palabra cruda Cuando alguien muere nos decimos estar en duelo, – que palabra enorme- pensé al visitar la apacheta de los 11 compañeros asesinados en la masacre de Huayllani, mientras quien parecía el abuelo de uno de ellos recolectaba las flores viejas y las cambiaba por unas frescas. La palabra duelo me remite a dolor, a dos espadachines y a muerte, en tanto, me remite a tristeza y a combate. Es quizás esta palabra la gran contenedora de esas emociones en tensión , es una palabra que cae hacia un punto específico en el tiempo, a una “etapa de la vida” y aunque ahí donde punza es donde más duele, también el dolor demora, dilata, se escabulle y se es durante toda la vida de una y durante todas las vidas de muchxs. Los duelos se heredan, viven en la piel, en las venas, en los pies, en los ojos aguados que se hacen cascadas que a chorros incontenibles salen corriendo a invadir y proclamarse como tal, como duelo vivo, duelo latente. Doler entonces es memoria y es combate, refugio y ataque. ¿Cómo es el duelo que se va de nuestra mirada próxima y hasta de nuestra experiencia, pero que se instala en el pecho angustiado? Hay muchas maneras de contar nuestra historia, sin duda la más estremecedora es la que se cuenta desde la muerte, pues es entonces que la fragilidad humana de los libros se hace carne. Detenerse a pensar la historia desde los cuerpos arrebatados y demorarse en ese pensamiento es un homenaje, hablar de las ausencias sigue siendo ese tabú que convierte a las vidas arrebatadas en olvido, por tanto el acto de demorar el entendimiento y respirar las ausencias son actos de resistencia ante la historia hegemónica que escribe precoz los complejos caminos trazados como si fueran una línea recta y simplona, la tendencia de esta historia hegemónica es precisa y selectiva en lo que le conviene, tiene el poder de administrar las palabras, de sabotear nuestras subjetividades mediante las mismas y así hablar poco o nada de los tramos e intersecciones oscuras en el caminar de nuestra historia profunda, aquellas llenas de duelos desprevenidos y tristezas rabiosas, maestras de todos y todas nosotras, los tramos donde la verdad abunda. Lo que nos enmarca en un duelo colectivo e histórico son las masacres a nuestros pueblos. El término masacre se define de varios modos, entre ellos destaca el del diccionario de uso español “matanza salvaje de personas” un homicidio masivo premeditado y detonado por un gran desprecio a la vida humana. El historiador José Emilio Burucúa, nos explica que en la antigüedad “la masacre aparece como un derecho del monarca, porque el monarca construye su poder a partir de eso” lo que nos abre hacia la discusión en el presente del ¿por qué siguen sucediendo las masacres? ¿Qué pasa cuando demoramos nuestro entendimiento en ellas, las masacres? ¿Cómo generar espacios de pensamiento en el horror y la tristeza que traen consigo? Quizás la poesía es esa generadora de espacios. El sentimiento de responsabilidad de quienes aún estamos en vida se traduce en intentos de honrar, deshilar, volver a mirar, seguir doliendo esos momentos marcados por la violencia bélica desmedida. Cada una de las formas en las que se manifiesta el duelo es un clamor por justicia y el encuentro de un presente sensible que toma de la mano a un pasado espeso. San Juan, Tolata, Epizana, Villa Tunari, Huayllani, Senkata, todas masacres desgarradoras, políticas y sistemáticas, con un fondo capitalista dominante compartido donde los asesinadxs son los mismos hermanos y hermanas de siempre. ¿No tendría el tiempo que dotarnos de las agallas para nombrar la muerte y así fortalecer la trinchera en contra el “olvido y perdón”? La muerte no es solo de quien se va, sino de quien se queda, La muerte no se disimula, se la traga entera y de golpe. No es igual la incertidumbre del que muere accidentado a la certeza de quien muere envuelto en balas con rostro, esa es la muerte arrebatada, despojada, arrancada, calculada. Escribir a la muerte arrebatada es escribir a los cuerpos situados en un contexto, territorio y tiempo concreto, con una historia y experiencia específica, es escribir entre las tensiones de la política y el dolor desde el registro sensible de los hechos. La muerte y las ausencias son temas que siempre vuelven en el mundo de la poesía, pero ¿qué y cómo es hablar de la muerte desde la poesía en este tiempo? Cuando un cuerpo se ausenta las palabras se quiebran y estallan, empiezan a hacer lo que pueden para dar cierto orden y sentido a una cascada imparable de emociones. ¡Los han matado! era el murmullo que empezaba como un fantasma y que de golpe se hacía tangible en noviembre de 2019, son más de 2 años desde que la violencia de Estado en su explícita cúspide se expresada con montones de militares armados, en tanques y helicópteros disparando al pueblo boliviano. Con registros, informes, testimonios sobre estos hechos ¿Cómo es posible, que a día de hoy, tantxs actúen como si no hubiera pasado nada? Cada momento de escritura para y por los ausentes de las masacres de nuestra historia es un repensar cuánto deseo que no existieran las razones para hacerlo, sin embargo razones sobran. Los desmemoriados atrevidos son una de ellas, gran ejemplo los artistas que se autonombran apolíticos pero que en sus acciones siembran discursos y dispositivos de odio y olvido, anteponiendo así el ego frágil de artista de élite que no es más que el ímpetu de irresponsabilidad que los conduce a vivir aplaudiendo militares en lugar de acompañar el dolor del pueblo. Poco se habla del arte de tinte liberal y su peligrosa incidencia en la subjetividad e imaginario colectivo, y tristemente también es poco lo que se habla del impacto de la muerte en el colectivo, todo lo que viene después del arrebato, todas las emociones que se

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