Progresismo

Álvaro García Linera, exvicepresidente de Bolivia: “Si el progresismo detiene sus bríos igualitarios se convertirá en un jugador de segunda”

Ayelén Oliva Madrid / El Diario. – Álvaro García Linera, vicepresidente de Bolivia entre 2006 y 2019, intelectual de izquierda y autor de libros como La potencia plebeya o Qué es una revolución cree que América Latina está ante una «segunda oleada progresista» que busca estabilidad en lugar de cambio. «El progresismo no está ante la disposición social de crear una nueva sociedad más allá de lo que se diseñó en la primera oleada sino que busca restablecer y estabilizar lo que se logró en ese primer momento», dice el exvicepresidente. Para García Linera, los nuevos gobiernos progresistas se diferencian del ciclo anterior en que no cuentan con los liderazgos carismáticos de principios de este siglo, están preocupados por no perder derechos en lugar de ampliar y, excepto por casos como el de Chile, sus victorias electorales no nacen de grandes movilizaciones sociales. ¿En qué momento se encuentra la izquierda y el progresismo en América Latina? La región está ante una segunda oleada progresista que presenta dos corrientes internas paralelas pero diferenciadas. De un lado, en países como Argentina, Bolivia, Honduras y probablemente Brasil, vemos un regreso al gobierno con victorias que no han llegado acompañadas de grandes movilizaciones sociales. Del otro lado, en países donde la izquierda triunfa por primera vez, como es el caso de Perú, Chile y probablemente Colombia, el ascenso electoral cabalga sobre grandes movilizaciones sociales contra el viejo régimen de alianzas conservadoras gobernantes. México es una excepción en este arco del Pacífico de victorias progresistas. Si bien pertenece a este último grupo, su contraparte social la coloca en el primero.  ¿Pueden gobernar sin la movilización de su electorado en las calles? La presencia y densidad de grandes movilizaciones sociales, que preceden o acompañan a las victorias electorales progresistas, es determinante para comprender la radicalidad y margen de acción de los gobiernos. Las movilizaciones colectivas son también aperturas cognitivas y siempre empujan a los gobiernos a decisiones más audaces. No hay mejor pedagogía popular que la amenaza de la calle sublevada para obligar a los presidentes a ser más radicales.  Usted ha dicho que la izquierda está en su «fase pasiva» o «descendente». ¿Cómo analiza que la agenda de estos gobiernos esté enfocada en no perder derechos en lugar de ampliar?  En el caso del progresismo que no viene de la mano de la acción colectiva de la sociedad, el espacio de reformas que la sociedad demanda y está dispuesta a aceptar es mucho más reducido y moderado. Por lo general, las expectativas populares se inclinan a restablecer los derechos y reconocimientos alcanzados en la primera ola progresista, aquellos que fueron mutilados por el breve período restaurador neoliberal. En el caso de México, el progresismo busca frenar la cadena de agravios y depredación de bienes públicos de las décadas de gobiernos conservadores. El progresismo no está ante la disposición social de crear una nueva sociedad más allá de lo que se diseñó en la primera oleada sino que busca restablecer y estabilizar lo que se logró en ese primer momento. ¿El carácter pasivo puede debilitar la relación con los sectores populares? Hay el riesgo de apostar por una ingenua tranquilidad de todas las clases sociales mediante una gestión meramente administrativa del poder estatal no solo aleja a mediano plazo a las clases subalternas del gobierno sino que además pierde la condescendencia y apoyo de las clases adineradas que prefieren a los suyos en la gestión gubernamental. Si esto sucede, con el tiempo, abandonados por los de abajo que se sienten frustrados y rechazado por los de arriba por representar siempre un riesgo a sus privilegios, caerá en una orfandad histórica que desorganiza a las clases populares por un largo tiempo.    ¿Es tiempo de gobiernos progresistas sin líderes carismáticos? No es casual que el regreso del progresismo al gobierno en países como en Bolivia o Argentina haya tenido a la cabeza a candidatos moderados y que haya sido eso lo que le permitió la victoria electoral. El signo de la época no es el de las grandes reformas sino la administración y reencauzamiento de las que se iniciaron en la primera ola. Por ello es que, por ahora, esta nueva etapa el progresismo no abandera la conquista de un futuro esperanzador sino tan solo la defensa de un presente menos agobiante.  ¿Hay lugar en América Latina para una izquierda moderada? El progresismo solo puede serlo si avanza en nuevas iniciativas redistributivas y de igualdad social, incluso aunque por un tiempo solo sean iniciativas enteramente estatales. Si detiene sus bríos igualitarios, en aras de un ilusorio equilibrio social, se convertirá en un jugador de segunda de un sistema político y un sentido común cada vez más escorado a la derecha fruto de su propia defección.     En tiempos excepcionales como el que marcó la pandemia, ¿conviene suavizar el discurso? Un progresismo moderado en tiempos de pandemia, crisis económica y derecha neoliberal enfurecida es un acontecimiento político transitorio que podrá dar lugar a una renovación del progresismo siempre y cuando haya un renacimiento de la movilización y protagonismo social de las clases subalternas. Esta es la experiencia patética de un tiempo suspendido en el que ni la izquierda tiene un proyecto disruptivo de transformaciones igualitarias expansivas capaces de alumbrar nuevos universales esperanzadores, ni las derechas autoritarias y desembozadamente antidemocráticas tienen una oferta de reformas capaces de capturar el optimismo histórico de la sociedad.  ¿Este nuevo rasgo puede descuidar el impulso transformador? De mantenerse en una estrategia meramente «administrativista» puede conducir a que el progresismo vaya perdiendo su veta transformadora para ir convirtiéndose en un partido de un orden crecientemente insatisfactorio. Ese escenario puede dar paso a que las fuerzas retrógradas recubren sus banderas melancólicas del viejo programa neoliberal con brillos «rupturistas» y de «cambio».  La posibilidad de que haya un rebase por la izquierda del «progresismo administrativo» es más difícil porque la experiencia política popular al interior del progresismo carismático ha sido la más duradera y profunda de los últimos 50 años. Desprenderse de ella requiere una movilización social y

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La segunda oleada progresista latinoamericana – Por Álvaro García Linera

Álvaro García Linera Publicado el 30 de noviembre Buenos Aires / Vía Nodal .- El mundo está atravesando una transición política-económica estructural. El viejo consenso globalista de libre mercado, austeridad fiscal y privatización que encandiló a la sociedad mundial durante 30 años, hoy se ve cansado y carece de optimismo ante el porvenir. La crisis económica de 2008, el largo estancamiento desde entonces, pero principalmente el lockdown de 2020 han erosionado el monopolio del horizonte predictivo colectivo que legitimó el neoliberalismo mundial. Hoy, otras narrativas políticas reclaman la expectativa social: flexibilización cuantitativa para emitir billetes sin límite; Green New Deal, proteccionismo para relanzar el empleo nacional, Estado fuerte, mayor déficit fiscal, más impuestos a las grandes fortunas, etc., son las nuevas ideas-fuerza que cada vez son más mencionadas por políticos, académicos, líderes sociales y la prensa del mundo entero. Se desvanecen las viejas certidumbres imaginadas que organizaron el mundo desde 1980, aunque tampoco hay nuevas que reclamen con éxito duradero el monopolio de la esperanza de futuro. Y mientras tanto, en esta irresolución de imaginar un mañana más allá de la catástrofe, la experiencia subjetiva de un tiempo suspendido carente de destino satisfactorio agobia el espíritu social. América Latina se adelantó a estas búsquedas mundiales hace más de una década. Los cambios sociales y gubernamentales en Brasil, Venezuela, Argentina, Uruguay, Bolivia, Ecuador, El Salvador, Nicaragua, dieron cuerpo a esta primera oleada de gobiernos progresistas y de izquierda que se plantearon salir del neoliberalismo. Más allá de ciertas limitaciones y contradicciones, el progresismo latinoamericano apostó a unas reformas de primera generación que logró tasas de crecimiento económico entre 3 y 5 por ciento, superiores a las registradas en tiempos anteriores. Paralelamente, se redistribuyó de manera vigorosa la riqueza, lo que permitió sacar de la pobreza a 70 millones de latinoamericanos y de la extrema pobreza a 10 millones. La desigualdad cayó de 0.54 a 0.48, en la escala de Gini y se aplicó un incremento sostenido del salario y de los derechos sociales de los sectores más vulnerables de la población que inclinó la balanza del poder social en favor del trabajo. Algunos países procedieron a ampliar los bienes comunes de la sociedad mediante la nacionalización de sectores estratégicos de la economía y, como en el caso de Bolivia, se dio paso a la descolonización más radical de la historia, al lograr que los sectores indígena-populares se constituyan en el bloque de dirección del poder estatal. Esta primera oleada progresista que amplió la democracia con la irrupción de lo popular en la toma de decisiones, se sostuvo sobre un flujo de grandes movilizaciones sociales, descrédito generalizado de las políticas neoliberales, emergencia de liderazgos carismáticos portadores de una mirada audaz del futuro y un estado de estupor de las viejas élites gobernantes. La segunda oleada progresista La primera oleada del progresismo latinoamericano comenzó a perder fuerza a mediados de la segunda década del siglo XXI, en gran parte, por cumplimiento de las reformas de primera generación aplicadas. El progresismo cambió la tasa de participación del excedente económico en favor de las clases laboriosas y el Estado, pero no la estructura productiva de la economía. Esto inicialmente le permitió transformar la estructura social de los países mediante la notable ampliación de las clases medias, ahora con mayoritaria presencia de familias provenientes de sectores populares e indígenas. Pero la masificación de ingresos medios, la extendida profesionalización de primera generación, el acceso a servicios básicos y vivienda propia, etc., modificó no sólo las formas organizativas y comunicaciones de una parte del bloque popular, sino también su subjetividad aspiracional. Incorporar estas nuevas demandas y darle sostenibilidad económica en el marco programático de mayor igualdad social, requería modificar el modo de acumulación económica y las fuentes tributarias de retención estatal del excedente. La incomprensión en el progresismo de su propia obra y la tardanza en plantarse los nuevos ejes de articulación entre el trabajo, el Estado y el capital, dieron paso desde 2015 a un regreso parcial del ya enmohecido programa neoliberal. Pero, inevitablemente, este tampoco duró mucho. No había novedad ni expansivo optimismo en la creencia religiosa en el mercado, sólo un revanchismo enfurecido de un libre mercado crepuscular que desempolvaba lo realizado en los años 90 del siglo XX: volver a privatizar, a desregular el salario y concentrar la riqueza. Ello dio pie a la segunda oleada progresista que desde 2019 viene acumulando victorias electorales en México, Argentina, Bolivia, Perú y extraordinarias revueltas sociales en Chile y Colombia. Esto enmudeció esa suerte de teleología especulativa sobre el fin del ciclo progresista. La presencia popular en la historia no se mueve por ciclos, sino por oleadas. Pero claro, la segunda oleada no es la repetición de la primera. Sus características son distintas y su duración también. En primer lugar, estas nuevas victorias electorales no son fruto de grandes movilizaciones sociales catárticas que por su sola presencia habilitan un espacio cultural creativo y expansivo de expectativas transformadoras sobre las que puede navegar el decisionismo gubernamental. El nuevo progresismo resulta de una concurrencia electoral de defensa de derechos agraviados o conculcados por el neoliberalismo enfurecido, no de una voluntad colectiva de ampliarlos, por ahora. Es lo nacional-popular en su fase pasiva o descendente. Es como si ahora los sectores populares depositaran en las iniciativas de gobierno el alcance de sus prerrogativas y dejaran, de momento, la acción colectiva como el gran constructor de reformas. Ciertamente, el gran encierro mundial de 2020 ha limitado las movilizaciones, pero curiosamente no para las fuerzas conservadoras o sectores populares allí donde no hay gobiernos progresistas, como Colombia, Chile y Brasil. Una segunda característica del nuevo progresismo es que llega al gobierno encabezado por liderazgos administrativos que se han propuesto gestionar de mejor forma en favor de los sectores populares, las vigentes instituciones del Estado o aquellas heredadas de la primera oleada; por tanto, no vienen a crear unas nuevas. Dicho de otra manera, no son liderazgos carismáticos, como en el primer progresismo que fue dirigido por presidentes que fomentaron una relación efervescente, emotiva con sus electores y disruptivas con el viejo orden. Sin embargo, la ausencia de relación carismática de

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