Andrés Huanca Rodrigues
El debate en torno al agravio a la wiphala durante el aniversario de Santa Cruz ha tomado diferentes rumbos y sendas. Algunos se fueron a los orígenes, al terreno arqueológico y etnohistórico, para defenderla o defenestarla. Otros, discutieron en términos protocolares, a si el presidente en ejercicio podía o no izar el símbolo patrio en una efeméride y si, en caso negativo, eso justificaría silenciar su discurso y arrancar de los arreglos florales la bandera indígena. Tampoco faltó el dilema de la representatividad política de la wiphala que, olvidando que durante el referendo constituyente del 2009 más de un tercio de los cruceños aprobó la wiphala, se interrogó otra vez si incluye al oriente boliviano o es una expresión más del centralismo colla. Por último, el racismo nuevamente fue un lamentable tópico gracias a este y otros hechos de aquel día. Todo, y no en vano, dando una sensación de déjà vu en relación al 2007-2009, en el marco de los conflictos de la Asamblea Constituyente.
Sin embargo, más allá del debate sobre la bandera en sí misma, los días van pasando y el sentido político del episodio tan curiosamente familiar se va aclarando. Y es que lejos de la imagen hormonal e irracional que se suele atribuir a Fernando Camacho, no en vano actual gobernador de la “locomotora económica de Bolivia”, fue un hábil líder en lo que se refiere a catalizar la crisis. No hay que olvidar que rescató de las catacumbas al Comité Cívico Pro Santa Cruz que yacía inerme, en relación a su anterior protagonismo político, después de su franca derrota con la desaparición de la Media Luna. A inicios del 2019, mucho antes de las elecciones, ya como presidente del Comité Pro Santa Cruz comenzó a azuzar la movilización, incluso sin el apoyo inicial de los empresarios cruceños que observaban dubitativos si darían la estocada a la espalda del gobierno. Pero con un crecimiento exponencial, abanderando la ira por el incendio de la Chiquitanía, revivió en un acto propio de las iglesias pentecostales a su Comité con el cabildo cruceño del 4 de octubre del 2019, en el cual se determinó abrogar el D.S. 3973 y desobediencia civil en caso de darse un “fraude”. Elipsis, poco más de un mes después, entraba a la sede de gobierno, no solo expulsando a Evo Morales, sino incluso a Carlos Mesa como líder de la derecha.
Camacho, que el 24 de septiembre lideraba ese atrevido movimiento que llegó a los latigazos en contra de un miembro de CONAMAQ, vestía poncho y se abrazaba con un supuesto dirigente de la CSUTCB el 2019. No es un acto de demencia, sino de adaptación a los cambios en los tiempos políticos; lo importante no es la bandera, sino la estrategia.
Durante el 2019, en un franco proceso de reflujo del gobierno del MAS, Camacho y el Comité Cívico Pro Santa Cruz avanzaron de la capital cruceña a La Paz para la toma de la sede de gobierno. Nada más ilustrativo que la expresión de Camacho en aquel vídeo filtrado en la que habla sobre cómo su padre cerró con lo militares: fue allí que se pactó la llegada de Santa Cruz a La Paz. En un proceso de avanzada, la proyección de la élite cruceña era nacional y no es en vano que el gobierno de Áñez, con todas y sus mal funciones, benefició mecánicamente a los capitales de la burguesía cruceña. Sin embargo, para el 2021 el contexto se asemeja mucho más a la coyuntura 2006-2009. Recordando aquel primer intento de golpe de Estado, por varios de los mismos actores del 2019, los sectores de la derecha se atrincheraron en sus “autonomías”, traducidas en entidades territoriales que disputaron la gobernabilidad al gobierno central, acercándonos a un momento de “poder dual”. Cómo olvidar a Rubén Costas buscando fundar una policía que solo responda a su gobierno y, por su puesto, los agravios de la wiphala que acompañaban. Todo bajo la misma tónica de collas en contra de cambas.
Es precisamente en ese sentido que también debe leerse el agravio a la wiphala en estos días, no como un problema étnico o cultural entre regiones, sino en relación a las otras señales políticas que lanza el gobernador de Santa Cruz. Mientras se quiere presentar que vivimos una crisis por la bandera del patujú, se persigue aprobar una Ley Departamental que dispone difinir fiscales en el departamento; se procura que sea el gobierno departamental quien otorgue -y quite- las tierras en base una supuesta legitimidad que le arrojaría la reciente Marcha Indígena. Lo que subyace a una burda narrativa de choque étnico, es una nueva intentona de desestabilización asentada en la disputa de quién gobierna. El tema no es un problema de tierras, sino de territorio. Poder discernir esto con cada vez mayor claridad es vital para no repetir errores.
El autor es antropólogo.