Luciana Jáuregui J.
Dice Rancière que en todo orden democrático hay una disposición simbólica de los cuerpos, entre quienes cuentan y tienen el privilegio de la palabra y quienes son expulsados como seres no parlantes hacia los márgenes. El “derecho a la palabra” instituye así “un orden de lo sensible que organiza la dominación”, entre quienes se atribuyen el derecho a hablar, sin el pueblo, pero a nombre del pueblo y quienes son marginados de cualquier intercambio lingüístico porque son seres sin nombre, sin logos: la animalidad. La política es entonces la querella por erigir un escenario común y por definir quiénes constituyen “las partes” que cuentan en la comunidad política. Sabemos ya que la historia de los “parlantes” en nuestro país es la historia de las élites, en clave oligárquica, blanca y masculina, mientras que lo plebeyo, lo indígena y lo femenino es el lugar de lo enmudecido. De ahí el peligro de esos excepcionales momentos en que estos “otros” osan en tomar la palabra para plantear la querella por la igualdad, porque son restituidos con violencia a su posición de subalternidad.
Así, cuando Camacho decidió, con la torpeza de siempre, silenciar al presidente en ejercicio David Choquehuanca en la conmemoración de los 211 años de la gesta libertaria de Santa Cruz hizo cuerpo de esta política de silenciamiento tan lúcidamente trabajada por Ranciére. La racionalidad del “otro” siempre debe ser negada, estigmatizada y enmarcada como amenaza para que pueda reproducirse la dominación. Choquehuanca entonces deja de ser presidente para ser “personero” y deja ser el conciliador para ser enemigo de Santa Cruz. Porque es justo ahí, cuando los “sin parte” se asumen parlantes, que el poder responde estableciendo los límites de lo visible y de lo decible. Entonces hay que quitarle el micrófono, clausurar la sesión, quitar la whipala, no vaya a ser que impugne el mito de defensa de la democracia. Eso sí, hay que afirmar superioridad masculina, decir que somos valientes y que hablamos en “la cara”, aunque al final le temamos al “desorden” de su voz. Mañana se puede seguir haciendo ventriloquía por los pueblos indígenas de tierras bajas, porque, como diría Žižek, es fácil amar la figura idealizada de un prójimo pobre, distante e indefenso, el problema es cuando comenzamos a sentir su proximidad. Por eso, a quienes tienen la osadía de ser autoridad, es mejor desterrarlos a la noche del silencio. Al fin y al cabo, acallar siempre es el modo de garantizar el monopolio de la palabra y de devolver a los indios a “su lugar”.
Este es sólo uno de los múltiples episodios de silenciamiento por parte del poder. Como aquella vez que el rey Juan Carlos le dijo a Hugo Chávez: ¿Por qué no te callas? O cuando una asambleísta de PODEMOS le pidió a Isabel Domínguez en la Asamblea Constituyente que: «Si quiere hablar, aprenda a hablar en castellano”. O como cuando las cholas se rebelan y las llaman “boconas”; o cuando las mujeres hablan y les dicen locas. Incluso, cuando a los niños se les exige que “hablen como hombres”. Es que al final es cierto que las palabras son un hecho profundamente material, con fuertes implicancias en la (re)producción de las estructuras de desigualdad. Felizmente, hay también otros momentos en que dislocarse – salirse del lugar socialmente asignado- abre, trastoca y transforma el orden del discurso. Y, entonces, los “Camachos” vociferan solo desde sus confines. Felipe Quispe le dice a Banzer: “Vamos a hablar de jefe a jefe”. O, aparece Domitila Barrios de Chungara irrumpiendo en las plenarias del feminismo blanco y liberal o en los cercos a las minas de Siglo XX, diciendo: “Si me permiten hablar…»
La autora es socióloga.