Rosa Martha Arébalo Bustamante
Observar las transformaciones urbanas de los municipios bolivianos problematizando la realidad a partir de una mirada inclusiva, es la única manera de cimentar la construcción de utopías de equivalencia social y de género en torno a la relación espacio-sociedad.
Las practicas diferenciadas de hombres y mujeres en la construcción de la vida cotidiana en general y durante la pandemia COVID 19 en particular y sus diferentes maneras de sentir, apropiarse y usar el territorio, permiten abrir los ojos a las franjas etareas, a los comportamientos femeninos y masculinos dentro de ellas y a la presencia de diferentes grupos sociales y culturales con intereses distintos en el territorio municipal y en el uso activo del espacio público.
La mirada de la mujer en el análisis urbano, no supone mirar la ciudad a través de “los ojos de las mujeres», sino más bien escudriñar los roles de ellos y ellas en la construcción del diario vivir, en las formas de uso y manejo de los espacios de vida públicos y privados, relativizando la identificación de la esfera pública como un área del dominio exclusivo del hombre y la privada como dominio de la mujer, más aún como resultado de lo ocurrido en nuestras vidas y ciudades durante la pandemia COVID 19.
En el transcurrir de los dos últimos años, tanto la esfera privada, definida por el hogar, la familia y la vivienda; como la pública, precisada espacialmente por el barrio, la ciudad, el territorio plurinacional, han sufrido transformaciones sustanciales que incluyen a las formas de articulación entre ambas.
Si bien el “hábitat urbano”, sugiere la media y gran escala, los grandes espacios, en cuya historia de gestación había sido negada la existencia de las mujeres como sujetos, los últimos tiempos traen consigo la reducción de este entorno ampliado a algo muy próximo al “tengo la ciudad a mi alrededor”.
Estas nuevas constataciones, refuerzan la afirmación que sostiene que la ciudad, al igual que los comportamientos y relaciones entre hombres y mujeres, son una construcción social, un proceso cambiante, sometido a una interacción recíproca de fenómenos y actores sociales.
Dentro del contexto de la pandemia, como emergencia de sus obligaciones domésticas tradicionales, es innegable que las mujeres duplicaron y hasta triplicaron sus tareas al interior del hogar, y los hombres se hicieron conscientes, aun cuando mantuvieron su menor participación, de la importancia de los trabajos de cuidado de la familia, del espacio de convivencia y de las incursiones al espacio inmediato de abastecimiento, salida ocasional y toma de aire y sol.
Pese a ello, es evidente que las formas espaciales marcadas y moldeadas por las desigualdades sociales y la dominación de género, acentuaron sus características de fragmentación social y dominación patriarcal. Es innegable que habitar en una vivienda y un barrio mejor dotado, significó y significa el vivir bien dentro de lo adecuado, en tanto que reproducir la vida en unidades habitacionales que mal se pueden llamar “casa” y en barrios deteriorados, implica el vivir mal y pasar peor cualquier tipo de cuarentena
La mujer, supuesta consumidora pasiva de los modelos espaciales (casa, ciudad, etc.), vio diluirse sus tiempos de vida en la articulación de formas “flexibles” de trabajo, quehaceres domésticos, correteos para apoyar niños/as, adolescentes, jóvenes y ancianos en labores escolares y de cuidado de la vida, en la consecución (generalmente de las camionetas “mercado”) de bienes de consumo para la familia y, en muchos casos, en el realizar actividades ligadas a trabajos remunerados de distintos tipos.
Pero… ¿cuál fue el papel masculino en ese orden de cosas? Quien más y quien menos fue convocado a cumplir con las actividades que le exigía la vida, más esto pasó a ser un pesado deber que se expresó en la mayoría de las situaciones en la elevación de las tensiones internas, en la casa. En paralelo, niños, adolescentes, jóvenes y ancianos de ambos sexos, descansaron dificultades en las madres y en menor medida en los padres. En los hechos para las mujeres este encierro fue agotador, no solo en términos de trabajo, sino también en lo que hace al deterioro psicológico de la sobrecarga, situación que se agravó notablemente en las casas con enfermos/as.
Sin entrar en un debate que puede causar mucho ruido, las acciones de los gobiernos autónomos municipales”, son las que podrían haber posibilitado mayores elementos de adecuada convivencia en la vivienda y en el espacio ciudad.
El proceso de elaboración o de ajuste de los Planes Territoriales de Desarrollo Integral Municipal tendría que ser la llave que permita introducir cambios en el modelo territorial de las ciudades.
Así, Bolivia refleja un proceso de desarrollo urbano no inclusivo en el que puede observarse:
- Ciudades caracterizados por su forzada adecuación a las exigencias de la pandemia, sin centralidades que garanticen una atención múltiple a las necesidades de reproducción de la vida de sus entornos, con una gravitación no reconocida del peso de las tiendas de barrio, con calles cuyo uso se redujo al tránsito de los vehículos “mercado”, con ausencia de circuitos de bicicletas que acorten distancias, con recorridos peatonales en aceras con problemas de tratamiento, continuidad, iluminación y sombra, actuando como barreras urbanas permanentes, entre otras.
- Grandes diferencias en las dotaciones urbanas que se reflejan en las inexistentes posibilidades de resiliencia de los barrios de las zonas periféricas poco densas con viviendas asentadas en la nada o en la precariedad; en comparación con los barrios de grupos sociales altos, medio altos y medios atendidos por los grandes malls o las “camionetas mercado”, trabajando en función de la “clientela”.
- Municipios que reaccionaron lentamente a su papel de impulsores de las condiciones básicas para el controlado retorno a la normalidad, sin normar el transporte, el uso incrementado necesario de las ciclovías, la combinación de formas presenciales y virtuales para la educación necesarias de cubrir con instalaciones educativas adecuadas, sin mecanismos institucionalizados de participación ciudadana con equidad de género de respuesta organizada a la cuarentena y en general a la pandemia, sin acciones medianamente innovadores y creativas de reconocimiento del valor del trabajo de cuidado, sin políticas de uso del espacio público de apoyo de la tercera edad y los discapacitados en condiciones urbanas adecuadas a estos fines.
- Ciudades, en las que, ahora más que nunca, tenemos espacios territoriales donde el “vivir bien” presenta grandes conflictos raciales y de desigualdad; que se agudizan en el caso de las mujeres por la suma de postergaciones, en sistemas urbanos fragmentados, inestable, frágiles y muy vulnerables tanto desde el punto de vista ambiental como socioeconómico y político.
- Formas de habitar que están siendo estudiadas por centros de investigación, universidades y ONGs, pero no parecen ser advertidas por los municipios; quienes parecen haber olvidando que la vivienda se constituye en un respaldo a las estrategias de sobrevivencia familiar en la medida en que cobija actividades relacionadas con el consumo familiar, la producción y la reproducción de la vida, más aún cuando además, en situaciones agravadas por la pandemia, puede tratarse del espacio-prisión más riesgoso para la vida de las mujeres.
Para finalizar, es importante remarcar que estamos viviendo una gestión urbana en el marco de la democracia representativa, que carece de bases reales de participación ciudadana y de lograr que las organizaciones sociales desplieguen su accionar en función de orientar el habitar en las ciudades hacia objetivos de interés común, basados en la vigencia y ampliación de los derechos ciudadanos en equidad (civiles, económicos y sociales) en busca de resistir lo que nos queda de la pandemia.
La autora es Doctora en Diseño, línea Estudios Urbanos, docente de la Facultad de Arquitectura y Ciencias del Hábitat de la Universidad Mayor de San Simón y miembro de la Comunidad de Estudios Pacha.