El movimiento pitita y problemas de mediación hegemónica

Arián Laguna

Es difícilmente refutable que el movimiento pitita en el fondo fue la expresión de la crisis histórica de sectores medios tradicionales que no sólo han vivido un proceso de creciente marginación política y económica, sino también un proceso de humillación histórica puesto que quienes los han marginado son los “indios” y los “cholos”; por tanto, no sólo es una clase en crisis, sino una clase profundamente humillada. A diferencia por ejemplo del marginamiento y resentimiento que producía el poder de la Rosca entre las clases medias durante el periodo oligárquico. Ahora bien, más allá de ese apunte que en realidad ya es sabido por todos, aquí quisiéramos concentrarnos por la forma del movimiento pitita y lo que ella puede decirnos. Una de sus características centrales fue la rapidez y transparencia con la que pasó de un discurso de “la defensa de la democracia y la tricolor” al aplauso abierto y público de las matanzas de indios y a rezar en las puertas de los cuarteles; es decir, lo que realmente contenía como movimiento histórico se hizo visible con excesiva facilidad y velocidad. Creemos que esto nos dice algo sobre las clases medias tradicionales del país y el estado de crisis en que han entrado no sólo a nivel social sino también de producción ideológica.

Lo llamativo durante el gobierno de Áñez no fueron las estupideces de Arturo Murillo, sino su eco social. Obviamente las intervenciones del ex Ministro de Gobierno son sólo un ejemplo caricaturesco de ese proceso; lo que realmente importó fue que el racismo se convirtió en una forma explícita de gobernar, desde las matanzas, los encarcelamientos, las amenazas y los insultos públicos, hasta la suspensión de programas públicos vinculados a lo indígena. La lucha contra el “masismo” se convirtió en la forma disimulada de luchar contra lo indígena. Así, uno de los sentires más profundos del espíritu tradicional nacional se convirtió en una práctica abierta de gobierno. Pero más significativo aún fue el hecho de que esta forma de gobernar fue abiertamente aplaudida por amplios sectores de las clases medias, y al menos tolerada por otros como una violencia y un racismo tal vez excesivos, pero lamentablemente necesarios.

Más allá de que esto nos pueda parecer indignante, esta transparencia del movimiento pitita expresó a su vez la crisis ideológica no de quienes lideraron el gobierno de Áñez, sino de las clases que los apoyaron activa o pasivamente. Cuando las fantasías y el sentir inmediato de una clase se hace discurso público («lo políticamente correcto sería meter bala» Arturo Murillo dixit) esa clase está expresando una deficiencia en la producción de mediaciones ideológicas, pues los intelectuales, por más inútiles que puedan ser vistos por la sociedad, tienen al menos ese rol social: transformar el sentir de las clases en discursos colectivos capaces de disputar simbólicamente con otros.

Si bien el origen de la crisis social de las clases medias tradicionales puede ubicarse en la disolución de las haciendas y la estatización de la gran minería en el 52, sería inútil quedarnos en explicaciones de tan larga data; es más fructífero pensar en la reconfiguración social que se ejecutó a partir de 1985, la cual incluyó una importante rearticulación de Bolivia al capital transnacional, y un proceso de reforma modernizador y neoliberal del Estado. El rol de las clases medias tradicionales fue convertirse en los ejecutores locales de ese modelo: tanto desde el polo más conservador hasta el más progresista, un grueso de estos sectores tradicionales del occidente se convirtieron en funcionarios directos o indirectos ya sea de las empresas transnacionales, los organismos internacionales, las ONGs o el “consultorado” estatal. Pero no sólo fue un acto de rearticulación en la organización económica y estatal, sino también en la producción ideológica. Si bien lo más avanzado en términos de producción intelectual del neoliberalismo se produjo durante el gobierno de Sánchez de Lozada (multiculturalismo, desarrollo local, descentralización, interculturalidad, etc.) – su discurso era mucho más sofisticado y complejo que el de Paz Zamora o que el de Bánzer – también era mucho más dependiente del extranjero pues sus ideas matrices eran producidas en las sedes y conferencias de los organismos internacionales y por consultores extranjeros. Los consultores y funcionarios bolivianos eran reproductores y ejecutores locales de esas líneas maestras (aunque esto no niega que se apropiaron de esas ideologías y discursos, los vernaculizaron y se convirtieron en sus defensores).

El modelo del MAS puso en crisis esa estructura pues absorbió muchas de las funciones cumplidas por el capital transnacional y la cooperación internacional al aparato burocrático estatal. Esto obviamente generó una crisis social y económica entre amplios sectores de las clases medias tradicionales por el simple hecho de que los dejó sin esas fuentes de ingresos, pero también, y es a lo que apuntamos, también generó una crisis en su capacidad de producir ideas y proyectos. La combinación de la frustración y rabia por el marginamiento económico y político, combinada con la pérdida del andamiaje institucional para la producción de ideas, parecen estar llevando a varios de estos grupos al vacío discursivo y al recurso a la violencia. Así, el fin de veinte años de dependentismo ideológico parecen expresarse no sólo en la incapacidad de los representantes políticos de las clases medias tradicionales de producir ideas políticas que vayan más allá de una vaga (e inconsistente) defensa de la democracia, sino también en una tentación fascistoide de convertir los sentimientos violentos y racistas en una forma de hacer política.

Sin embargo, no basta con destruir o absorber, es necesario reconstruir. Las trincheras ideológicas de la clase media han sido carcomidas (y sus lazos con la producción ideológica internacional muy debilitados), pero alarmantemente desde el lado del MAS no han sido reemplazadas más que con oficinas burocráticas. El andamiaje de producción intelectual del centro y la derecha han quedado mermados, pero el del bloque que gobierna no logra renovarse más allá de la matriz discursiva de 2005. Esto en parte explica no sólo el carácter masivo de la movilización de la clase media en octubre de 2019, sino también su capacidad de interpelar a sectores de clases medias emergentes. Y es que las trincheras ideológicas no sólo producen empleos, sino también ideas, y las ideas sentido y cohesión de grupo. La construcción de este andamiaje intelectual es sin duda una tarea urgente y pendiente del bloque indígena y de izquierda en Bolivia.

El autor es politólogo.

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