Luciana Jáuregui J. En las últimas semanas se ha desatado un “falso debate” sobre la whipala, que busca validar su legitimidad desde la naturaleza de sus orígenes. Los opositores al MAS tratan de encontrar los rastros de su impureza y contemporaneidad para invalidar el horizonte histórico del Estado Plurinacional. Mientras que sus acérrimos defensores se encaminan, en cambio, a buscar hasta el último vestigio de ancestralidad. Incluso, otras perspectivas que pretenden salir de la dicotomía, se animan a decir que todas las banderas son una camisa de fuerza, como si no se necesitaran símbolos e identidad para luchar. Si algo tienen en común todas estas perspectivas es su intento por fetichizar un símbolo que está vivo y una búsqueda colonial de autenticidad, que elude que los indígenas son sujetos contemporáneos y que sus luchas están vigentes. Al fin y al cabo, todos los símbolos son inventados y están siempre sujetos a reinterpretación en función del contexto social en el que se vuelve sobre ellos. Dice el historiador Pierre Nora, que solo podemos hacerle preguntas al pasado desde nuestro presente y que, por lo tanto, toda reinterpretación histórica tiene efectos prácticos sobre nuestra realidad. Por eso, quizás la pregunta más pertinente no sea cuál es el origen de la whipala, sino cuál es su significado en las disputas políticas actuales. Sabemos ya que ninguna lucha política puede producirse por fuera de las representaciones y que la defensa de los intereses “objetivos” se erige siempre sobre construcciones culturales. De Gramsci aprendimos que la política es fundamentalmente una lucha por el sentido común y de Bourdieu que esta no puede hacerse sin ideas-fuerza, con capacidad de movilización. Por eso, las banderas no son sólo cosas, condensan historias, identidades, luchas. Sin embargo, los símbolos solo encuentran su sentido bajo ciertas condiciones sociales, es decir, se hacen materialmente efectivos cuando se articulan al campo de fuerzas políticas. Históricamente, la lucha por los símbolos ha sido una querella por representar a la nación. En Bolivia existen dos modos fundamentales de interpretación de la “patria”. La primera oligárquica, en tanto preservación de privilegios y la segunda plebeya, en tanto ampliación de derechos. El Estado nación se constituyó precisamente sobre el supuesto de una cultura homogénea blanco-mestiza, que el proyecto del Estado Plurinacional buscó erosionar con éxitos relativos. Quizás el logro fundamental haya sido la ruptura del imaginario de subalternidad asociado a los indígenas, donde las empleadas domésticas pasaron a ser ministras, diputadas, etc., minando así la jerarquía simbólica que ponían en la cúspide a los sectores tradicionales. En ese malestar anida la degradación de la whipala por parte de la oligarquía cruceña, que no sólo busca recuperar el control total del excedente, sino devolverle a la nación su carácter ideológico y cultural blanco mestizo. De ahí el discurso de “racismo a la inversa” que añora el valor de los capitales étnicos y simbólicos de antaño. Ahora bien, las luchas recientes por la resignificación de la whipala se enmarcan en el proceso de incorporación de los símbolos indígenas en el imaginario del Estado Plurinacional. Esto produjo dos fenómenos que deben leerse en simultáneo para comprender el momento actual. Por un lado, toda construcción nacional, incluida la plurinacionalidad, es una práctica de exclusión/inclusión que menoscaba a ciertos sujetos frente a otros. Los pueblos indígenas de tierras bajas son la alteridad persistente en todos los procesos de construcción estatal. Sin embargo, la incorporación del sujeto indígena tampoco supuso la disolución de los cimientos republicanos, como nos quiere hacer creer cierto liberalismo, que piensa que llegar al Estado es tener el poder. El imaginario republicano continúa más vigente que nunca, en forma de biblias, banderas tricolores y comités cívicos, que añoran el mito de la Bolivia mestiza y que no dudan en mellar cualquier dignificación subalterna. Ese es su núcleo cultural. Los usos políticos de la whipala por parte de élite cruceña buscan precisamente funcionalizar las tensiones interétnicas, asimilando su sentido al andinocentrismo. Desde aquí, los pueblos indígenas y campesinos de occidente son esgrimidos como enemigos, porque el proyecto político oligárquico no admite un gobierno ajeno y solo puede asumir a los indígenas en términos de minoría. La estrategia es generar una fijación partidaria, equiparando la whipala al MAS y despojándola de su capacidad de irradiación. Empero, la whipala ha demostrado ser el símbolo de un exceso que atraviesa el MAS, pero no se agota en él. En eso reside su fuerza. Mientras tanto, es claro que los intentos de oponer la tricolor a la whipala buscarán apelar al imaginario republicano que permanece vigente en muchas capas de la sociedad. Al final, los reiterativos intentos de denigrar a la whipala, no son solo la negación de un símbolo, niegan el cuerpo social y el proyecto político que ella encarna. En todo caso, el Estado Plurinacional ha creado ya un horizonte de sentido que parece irrenunciable y allí no existe oposición entre indígenas y nación. Dice Stuart Hall que la lucha ideológica no consiste tanto en destruir una simbología, sino en rearticularla y subvertir su sentido original. Por eso, mientras ellos necesitan reafirmar que tienen banderas y los otros trapos, hay “trapos” que ya se hicieron banderas y ahí reside el éxito de la lucha cultural. La autora es socióloga.