Por: Sergio de la Zerda
Lo confieso, fue mi primera vez. Nunca visité una cárcel. No lo hice antes como periodista, pues no cubría temas policiales; como servidor público, mi labor se enfocó en gestiones sobre salud, educación y cultura. Por eso mi espanto al mediodía de este miércoles, cuando junto a tres de mis colegas asambleístas llegamos al interior de la prisión de San Sebastián de Cochabamba, con el propósito de visitar al compañero Franco García Olmos, aguerrido dirigente de la zona sur y líder del movimiento popular en Cercado, privado de su libertad precisamente por lo anterior.
No puedo imaginar nada más cercano al infierno que esa vieja construcción de principios del siglo pasado prácticamente en ruinas, de tal vez sólo un cuarto de manzano, donde se apiñan más de 1.100 reclusos sin contar a sus familiares. El edificio (es un decir) de dos pisos tiene una capacidad para 250 reos. Hay entonces un hacinamiento que supera el 330 por ciento, con más de dos seres humanos por metro cuadrado. De todos los internos, menos de 300 son sentenciados; más de 800 “viven” ahí con detención preventiva.
Pero ninguna de esas cifras puede graficar el “largo” camino al salón de visitas (otro decir), con decenas de pedidos desesperados de colaboración monetaria, pasando casi por encima de seres de mirada perdida que “descansan” por todos los minúsculos y sucios suelos, muchos de ellos en la somnolencia de su tragedia o de alguna sustancia con la que tratan de sobrellevarla. Hasta ahí condujeron a Franco, el pasado 10 de junio, la policía y la “justicia”. Lo hicieron, como desde hace dos años con casi 500 compañeros, ilegalmente, por la fuerza y torturando, violando cada uno de sus derechos elementales. El “delito” de este nuestro ocasional “anfitrión” no fue otro que haber protestado contra la destrucción de Bolivia a manos del régimen de Luis Arce Catacora.
Ese martes, Franco, de 32 años y formado en leyes, integraba la cabeza de una marcha pacífica de vecinos por el centro de la ciudad, en la plazuela Busch, en reclamo por el alza de la canasta familiar. Sin que medie razón aparente, la movilización fue atacada con gases por la policía. El dirigente intentó resguardar su integridad en una tienda cercana, y en el trajín manoteó el celular de un “civil” que no dejaba de filmarlo ya tiempo antes de la represión. El “civil” era en realidad —como lo aceptó luego la propia policía— un agente de Inteligencia. Y el incidente bastó, por increíble que parezca, para acusar a García de “robo agravado”. Pero esto sucedería recién varias horas después. La “cacería” al dirigente estaba ordenada y sólo había que cumplirla. Quince (ahora sí) uniformados se le fueron encima para golpearlo y detenerlo, además junto a una mujer que nada tenía que ver ni siquiera en la refriega, y que sólo se quejaba por la violencia. La aprehensión se ejecutó, como tantas otras, sin acusación formal, sin fiscales y, por supuesto, sin derecho a defensa alguna.
Franco, como tantos otros dirigentes sociales, era un trofeo para el terrorismo de Estado, ávido del dolor ajeno para escarmentar a todos los que se atreven a declararse seguidores de las ideas del expresidente Evo Morales. Así, la pesadilla para el joven no hacía más que comenzar. Durante el trayecto a las celdas, fue pateado, escupido, amenazado e insultado. Incomunicado por varias horas, después fue objeto de una tramoya judicial que continuó poniendo en escena el libreto, al dar por justificada la versión policial del falso “robo agravado”, nada menos a que a un policía de civil y en medio de una marcha. Por eso, en realidad por ser “dirigente evista” como se jactó a esas horas el tan triste periodismo nacional, se le castigó con ¡dos meses! de “detención preventiva” en San Sebastián.
Llegado al penal y con la “bienvenida” en callejón oscuro por paramilitares que operaron en el golpe de Estado de 2019, el suplicio fue en aumento. Sin el menor pudor, los agentes le advirtieron que le iban a dar muerte, al tiempo en que le daban una paliza adicional en las manos, los pies y la espalda. Mucha, mucha fuerza interior tuvo que reunir Franco para disimular la devastación a su madre, a la que le permitieron sólo cinco minutos de contacto personal esa noche que prometía ser de impensables tinieblas, algo que ella denunció a medios de comunicación populares, porque los otros nunca intervinieron, en silenciosa concomitancia con los represores.
Con esa misma fortaleza nos recibió Franco este miércoles a Nely Pinto, Virginia Silvestre, Juan Carlos Irahola y yo. Y lo primero que hizo no fue hablar de sí mismo, sino de las personas con las que le ha tocado padecer esta experiencia. A él le impresionaron igualmente esas existencias quebradas por errores propios, pero en grave suma por un Estado colonial que, ahora conducido por una tiranía, sólo piensa en el vejamen de los más débiles para que nunca más se vuelvan a rebelar.
Y es cierto, el régimen penitenciario es una de las deudas del proceso de cambio. Se avanzó de 2006 a 2019, al mejorar recintos (como el de El Abra), al establecer leyes para que los privados de libertad sin sentencia puedan agilizar su salida; se proyectaron nuevos espacios que no solamente sirvan para purgar penas, sino para la reinserción. Pero, como todos los avances del Estado Plurinacional, estos fueron abruptamente paralizados primero por Jeanine Añez y después por Luis Arce. Sin ir más lejos, la edificación de un Centro de Rehabilitación Modelo para Cochabamba sigue siendo un anhelo, a pesar de que en la gestión de Evo se promulgó la Ley 410 que declara como prioridad nacional esa construcción, en Arani.
A contramano de aquello, la dictadura judicial-policial y ahora militar de Arce Catacora optó por dejar en iliquidez económica hasta a las gobernaciones encargadas del pago de los prediarios a los internos. Y, muy especialmente, siguió llenando las cárceles con quienes rechazan el hambre y la corrupción en las que han sumido al país. Franco García es apenas uno de los más de 300 aprehendidos en las últimas dos semanas, habiendo ya desde septiembre de 2024 otros 120 compañeros presos políticos a los que de igual modo les abolieron de facto los derechos. Gran parte de ellos fueron detenidos y torturados por agentes de civil sin identificación, en carros sin placas o ambulancias (como en las dictaduras de los 70-80), claro que sin órdenes judiciales ni fiscales ni mucho menos abogados defensores.
Pudimos hace tres meses, con la visita de activistas internacionales de derechos humanos, escuchar los desgarradores testimonios de varios de ellos y de sus familias, a quienes les destruyeron los planes y los sueños. No hubo compasión siquiera con mujeres embarazadas ni adultos mayores que hoy continúan encerrados por haber emitido su opinión contra el lamentable gobierno. Casi todas y todos son indígenas, campesinos y obreros, y algunos incluso ni estaban movilizados: sólo tuvieron la desafortunada idea de caminar por el lugar cuando se les vino el atropello.
Como el pueblo boliviano, Franco conocía esta realidad y ahora la conoce mejor. Por eso es que en su audiencia judicial, cuando le permitieron hablar, profetizó: “La lucha continúa porque no hay cárceles suficientes para meternos a todos nosotros”. Fuerza, compañero y compañeros. La libertad va a volver a Bolivia.
De la Zerda es comunicador y asambleísta departamental por Cochabamba.

