Luciana Jáuregui J.
Como sabemos, la figura de la virgen María es el principal referente femenino de la iglesia católica. Su imagen condensa el carácter paradójico que se le atribuye a las mujeres en el orden social, en el que deben cumplir simultáneamente con el mandato de la pureza y virginidad y erigirse como ejemplo del sacrificio maternal. María juega un papel central en la construcción de identidades colectivas, al operar como modelo de feminidad sostenido en la obediencia, la pureza y la castidad de las mujeres, que les muestra no solamente cómo deben ser madres, sino que no pueden ser otra cosa que eso. María es el arquetipo por excelencia de la sumisión y docilidad femenina, contrapuesta a la rebeldía de Eva, fuente del pecado original. Su historia es la historia de un designio divino que se impone sobre ella y que no puede eludir, porque la patria potestad de Dios, hombre, tiene el derecho de disponer de los cuerpos que tiene a su cargo. Un destino que María debe aceptar con beneplácito, porque las mujeres no somos más que un receptáculo del discurso del otro: «serás lo que yo quiero que seas y a pesar de lo que tú quieras».
El caso de la niña embarazada en Yapacaní muestra precisamente cómo operan los mecanismos de disciplinamiento clerical para imponerles a las mujeres este mandato de maternidad. No bastó con los vejámenes sexuales, sino que el patriarcado, sus agentes y sus instituciones tuvieron, además, que demostrarle quién manda sobre su cuerpo. Entonces, cuando ella pudo, por fin, nombrar y disponer sobre sí, eligiendo interrumpir el embarazo, se desplegó todo un entramado de poder institucional eclesiástico, médico y burocrático para imponerle la obligación de gestar y parir. Haciendo pasar además esta decisión como voluntaria. Foucault decía que uno de los rasgos fundamentales del poder pastoral es que se arroga el derecho de intervenir y dirigir la conciencia de las personas desde el control y la vigilancia sistemática e individualizada de su vida. Para esto, emplea un discurso que mortifica a los sujetos sobre el ejercicio de su propia voluntad, hasta el punto en que los “exámenes de conciencia” terminan en una renuncia del yo. De lo que se trata es justamente de modelar la relación que tienen las personas consigo mismas y con su conciencia, empleando un discurso punitivo que ve en la obediencia una virtud. La eficacia se concreta cuando la iglesia hace pasar este poder como diligencia, es decir, como un servicio caritativo que se ofrece sin más a “los necesitados”.
La crueldad de la violencia clerical ejercida sobre la niña buscó justamente hacer prevalecer este “designio biológico” atribuido a las mujeres, desde una concepción misógina que vincula maternidad con sumisión, sacrificio y sufrimiento. A tal punto que el imperativo de ser madres no consideró ni si quiera un límite de edad. El comunicado “¡El amor siempre vence!”, mostró cómo la iglesia se atribuye todavía el derecho de determinar los parámetros de lo que es la vida, haciendo uso de un discurso cientificista y una apropiación estratégica del lenguaje de los derechos humanos que no condice con su trayectoria histórica. Desde aquí, la supuesta defensa de “dos vidas independientes” no hace más que borrar a la niña como sujeto de derecho, obnubilando la dependencia del embrión y desarrollando una estrategia tendenciosa de humanización. Por otra parte, la iglesia buscó también instalar una lectura falseada y malintencionada de los derechos constitucionales reconocidos para las mujeres, interpretando la Sentencia Constitucional 0206/2014 desde la crimilazación del aborto, incluso en los casos en que está estipulado por ley. Aquí, se trató, no solo obstaculizar el acceso al aborto de la niña, sino disputarle al Estado mismo el control y la aplicación del discurso jurídico.
Pero lo más doloroso fue que esto no quedó sólo en el papel, la arquidiócesis cruceña orquestó una campaña deliberada de presión moral y psicológica, que culpabiliza a la víctima en lugar de al agresor. El núcleo de su política de disciplinamiento fue desmoralizar a la niña, menoscabando la autonomía sobre su cuerpo e imponiéndole una falsa dicotomía entre maternidad y asesinato. Para esto se valió de modo perverso de las necesidades económicas de la familia, coaccionando el acceso a recursos financieros y fuentes laborales a cambio de una concesión fáctica del cuerpo de la mejor a la institución clerical. Precisamente, así cerró el círculo del poder pastoral, significando esta violencia sistemática como ayuda y recluyendo a la pequeña en un centro de maternidad. Sabemos ya que lo que le importa a la iglesia no es ayudar a la niña, sino vigilarla hasta que su embarazo llegue a término, después siempre acaba su compromiso con la vida. Su finalidad última es, por supuesto, asegurar que el potencial reproductivo de las mujeres permanezca bajo su custodia.
Sin embargo, nada de esto hubiera sido posible sin las alianzas históricas conservadoras que aún permean las instituciones públicas y privadas. La ruptura del compromiso de silencio médico-paciente y la vulneración de la privacidad de la menor, sólo pueden ser comprendida por la vigencia de un pacto patriarcal que permuta retribuciones morales a cambio de ofrendar el cuerpo de las mujeres. Toda esta cadena de responsabilidades del personal de la prensa, médico y burocrático revela precisamente la pervivencia de un habitus colonial de quienes todavía miran con beneplácito al poder pastoral de la iglesia y responden precisamente en esos términos: como ovejas.
La autora es socióloga.