Mi Espiritualidad No Tiene Dueño: Más Allá de la Religión Institucional.

Hace veinte años abandoné la estructura institucional de la iglesia evangélica, en el templo que se ubica en la calle Mariscal Santa Cruz, en pleno centro de la ciudad de La Paz. Durante más de una década fui servidor en distintos espacios: pasé entre mi adolescencia y juventud incontables noches de vigilias en la radio, ofrecí mi voz en los servicios de alabanza durante ocho años y lideré un grupo de jóvenes llamadas células o reuniones en casa. Sin embargo, mi vida giraba en torno a una independencia ilusoria que, en realidad, solo satisfacía un modelo que ejercía un control absoluto sobre mis decisiones. No se trataba de comunidad, sino de sometimiento.

El punto de quiebre llegó cuando entendí que mi individualidad era fundamental. El proceso de salir fue duro, pero jamás me arrepentí. Desde la perspectiva de la iglesia, “perdí” amigos, oportunidades y un espacio de pertenencia. Sin embargo, al estar fuera —en el mundo, como despectivamente lo llaman—, comprendí que la verdadera espiritualidad no necesita templos ni jerarquías. Se construye con dignidad, libre de imposiciones dogmáticas. Como señalaba Simone de Beauvoir: «El opresor no sería tan fuerte si no tuviera cómplices entre los propios oprimidos». En este sentido, el sometimiento religioso no es solo un problema de las instituciones, sino de quienes perpetúan el miedo al disenso.

Mi sexualidad fue el detonante para romper con este enclaustramiento. Descubrí que estaba atrapado en interpretaciones bíblicas manipuladas a lo largo de la historia, especialmente desde el siglo XVII, cuando diversos concilios redefinieron textos sagrados con intereses políticos y de control social. En estos procesos se degradó la sexualidad, se anuló la libertad de pensamiento y se consolidó un sistema que utiliza la religión para justificar estructuras de dominación. Michel Foucault advierte que «donde hay poder, hay resistencia», y precisamente en esa resistencia encontré mi libertad.

Nací prácticamente dentro de la iglesia evangélica y pasé de ser un miembro sostenido por la comunidad a convertirme en un detractor, en un “pecador”. Aún más, fui señalado como alguien que no supo “lidiar con su pecado”, la famosa HOMOSEXUALIDAD. Mi mejor amiga me dejó, asegurando que había perdido mi esencia. Fue doloroso, pero entendí que su afecto era condicionado. No quería más manipulación, ni en el culto ni en sus medios de comunicación, de los que fui parte. Toda la estructura intentó “sanarme”, convencida de que mi orientación era un error corregible.

Mi familia, al inicio, creyó que debía “reintentar encontrar a Dios”. No llegué a experimentar prácticas extremas de reconversión, pero el mensaje era el mismo: se me llevó a hablar con “exgays”, personas que aseguraban haber sido salvadas del pecado. Con el tiempo, muchos de ellos terminaron volviendo a sus vidas disidentes porque, en realidad, nunca dejaron de ser quienes eran. Porque la sexualidad no es una cuestión de “elección” ni de “desviación”, sino de autenticidad. Como decía Audre Lorde: «Si me atrevo a ser poderosa, a utilizar mi fuerza en servicio de mi visión, entonces se vuelve cada vez menos importante si tengo miedo».

La diversidad humana es infinitamente compleja, y encasillarla en dogmas es un acto de violencia. La libertad no es solo un principio filosófico, sino un derecho que exige responsabilidad, ética y justicia social. Frente a instituciones que históricamente han intentado controlar los cuerpos y las mentes, es imperativo generar espacios seguros. Si las iglesias han de existir, que sea para mejorar la vida de las personas, no para perpetuar el odio.

Hoy, después de dos décadas, celebro mi independencia. Amo a hombres que han dejado en mí huellas imborrables y sigo construyendo una espiritualidad en la que Dios no me condena por ser quien soy. Mi relación con lo sagrado es mía y de nadie más. La verdadera fe no se impone ni se negocia: se vive en libertad.