Luciana Jáuregui J.
Tras la crisis de 2019, la recomposición del escenario político se ha producido en clave regional. Si bien es claro que el control territorial continúa siendo el puntal del MAS, su predominio nacional no se ha traducido en una distribución de poder homogéneo. Los clivajes oriente/occidente y urbano/rural son las fronteras más relevantes, que paralizaron su expansión territorial emprendida desde el 2009. Sobre este mapa, zonas metropolitanas intermedias, como El Alto, Quillacollo, Sacaba, etc., se convirtieron en los verdaderos escenarios de disputa, capaces de definir la balanza de fuerzas, ya sea a favor del MAS como en las elecciones nacionales o de la oposición, como en las elecciones subnacionales de 2021. Claro, está dentro de dinámicas locales propias. Lo cierto es que la configuración territorial de la lucha política, muchas veces, se obnubila bajo el discurso de la polarización. No porque esta no exista, sino porque se sostiene precisamente en una determinada distribución geopolítica.
Uno de los problemas fundamentes de no complejizar el análisis de la polarización es precisamente asumir que las regiones no comportan una dinámica propia y que se subordinan a las luchas nacionales. Es claro que el polo cruceño se juega su proyección nacional precisamente desde el ámbito regional, pero existe un tejido social que lo sostiene y posibilita, que el MAS no ha sabido descifrar. Algo que puede replicarse en el caso cochabambino, donde ahora mismo se juega la continuidad de Manfred Reyes Villa. Los intentos recientes por parte de la oligarquía cruceña de subsumir a la marcha de los pueblos indígenas de tierras bajas a su movimiento, buscan revitalizar el paraguas regional como bandera de lucha. La cuestión es pensar cuáles son los puntos nodales de esa articulación, que la convierten en una idea-fuerza con capacidad efectiva de interpelación y movilización en Santa Cruz. Sabemos ya que el discurso del “cruceñismo” se basa en vincular las demandas de descentralización con los intereses de las oligarquías tradicionales y que esa es la naturaleza última de su proyecto político. Pero no hay que aceptar la homología región-oligarquía, es necesario entrar a disputar el campo semántico que le da sentido.
En las últimas dos coyunturas políticas críticas, de 2009 y 2019, las regiones fueron el escenario de oportunidad de una élite incapaz de competir electoralmente a nivel nacional. Su éxito local se debió a un discurso que combina la oposición al centralismo, con la democracia liberal y la defensa de la república blancoide, viabilizado a su vez por liderazgos caudillistas, como el de Costas y de Camacho. Lo cierto es que la “cruceñidad” sigue siendo el paraguas que vincula a las élites locales con los sectores medios y populares. La “cruceñidad” es como la nación, un dispositivo que conjuga población, cultura y territorio. La cuestión está dotarle a la identidad regional y a la demanda de poder local un sentido progresista, articulándola con los sectores populares cambas y con los pueblos indígenas de tierras bajas. Para eso el MAS tendría que (re)construirse desde lo local, cerrar las fisuras subalternas abiertas, construir liderazgos desde abajo y, sobre todo, intersectar con los discursos del “cruceñismo”, de modo que la región pueda ser popular, la “patria” indígena y la democracia social. Y lo mismo vale preguntarse para el nivel municipal.
El dilema del MAS es que se constituyó sobre estructuras territoriales, sindicales y comunitarias, asentadas en los valles cochabambinos y en la zona andina. Eso le alcanzó para asirse nacional, pero no para implantar “nacionalmente” su proyecto político. La centralización interna del partido tampoco contribuyó a dinamizar los vínculos territoriales ni a absorber como suyas las demandas regionales ni a generar liderazgos con identidad propia. Al contrario, si se escudriña en el desempeño de los gobiernos locales oficialistas, hay un intento de trasplantar la “Agenda Patriótica 2020-2025” sin consideración a los contextos particulares. Y no solo respecto a la gestión ejecutiva, sino a la representación y afirmación identitaria. Lo mismo sucedió en las elecciones subnacionales, cuando se erigió un solo centro de poder y una sola directriz para contiendas diferenciadas. Algunas veces, se suele creer desde la izquierda que todo lo que no tenga que ver con la clase es “epifenómeno”, pero en realidad la clase misma es un proceso activo y hay cualidades particularmente específicas de las formaciones de clase. La región es sin duda una de ellas. La clausura regional en el MAS no hace sino acentuar el andinocentrismo, profundizar la incomprensión y el alejamiento de los pueblos indígenas de tierras bajas y abonar un terreno fértil para el potenciamiento de la derecha.
En suma, así como no hay posibilidad alguna para la oligarquía cruceña de trascender a nivel nacional si no asume al sujeto andino e indígena, tampoco la hay para el MAS si no encara la cuestión local. Lo que está pasando hoy es que son los grupos dominantes los que le están dando contenido social, cultural y, sobre todo, político a las identidades regionales, por lo que una de las tareas fundamentales para avanzar en la “guerra de posiciones”, como diría Gramsci, es regionalizar el MAS.
La autora es socióloga.