En el vasto territorio latinoamericano, ese crisol donde la historia no avanza, sino que galopa entre convulsiones, asistimos desde hace unos años a una ofensiva ultraconservadora organizada a escala continental. Las fuerzas conservadoras —cansadas de sólo oponerse por dos décadas a la irrupción popular en la mayoría de los países de la región— hoy se se han desplazado ideológicamente hacia la extrema derecha, dispuesta a demoler los últimos vestigios del compromiso democrático que limitaba sus ambiciones. Y en esta radicalización, un poderoso factor ha emergido como catalizador implacable: el segundo gobierno de Donald Trump en los Estados Unidos. No se trata ya del viejo imperialismo norteamericano, más torpe que audaz, sino de una administración que ha decidido unir su destino a la suerte de movimientos neofascistas que brotan por todo el continente. La Casa Blanca ha extendido su mano férrea, y varios mandatarios latinoamericanos han corrido a estrecharla con entusiasmo juvenil. Así, Javier Milei en Argentina, Nayib Bukele en El Salvador, Daniel Noboa en Ecuador, Santiago Peña en Paraguay y José Mulino en Panamá se han convertido en los aliados preferenciales de Washington. El gesto no tiene nada de inocente: revela la intención del trumpismo de construir un cinturón hostil que rodee a los gobiernos progresistas aún sobrevivientes. La ofensiva no se detuvo allí. Las diligentes gestiones de Marco Rubio —convertido desde su posición del más anticomunista senador a secretario de Estado— han logrado sumar al engranaje a Luis Abinader en República Dominicana, a Cristina Kangaloo en Trinidad y Tobago, a Irfaan Alí en Guyana, a Rodrigo Paz en Bolivia y a José Jerí en Perú. Así se conforma un coro afinado que respalda la postura intervencionista de Washington, dispuesto a reeditar el viejo libreto del “patio trasero”, con ropajes nuevos pero ambiciones intactas. En este escenario, Trump busca cerrar filas apoyando abiertamente al candidato ultraderechista Nasry Asfura en Honduras, país cuya elección —que en otros tiempos habría pasado desapercibida para los grandes centros de poder— adquiere ahora una importancia hemisférica. El magnate neoyorquino apuesta a un triunfo que consolide un nuevo eslabón en su cadena de aliados, que se vería aún más fortalecida si, en diciembre, el pinochetista José Antonio Kast logra imponerse en el balotaje chileno. Esta arquitectura política, que pretende abarcar desde el Río Bravo hasta la Patagonia, constituye una ofensiva sin precedentes desde la Guerra Fría. Frente a esta avanzadilla reaccionaria, ¿qué queda del campo progresista? Aunque la correlación de fuerzas parece inclinarse hacia la derecha, el continente conserva con gobiernos populares dos bastiones sólidos: México y Brasil. Son los países más poblados y los de mayor fuerza económica de América Latina, y sobre ellos recae la responsabilidad histórica de sostener la bandera de la transformación social. Lula da Silva, con opciones reales de reelección el próximo año, sigue siendo la figura señera de la izquierda continental. Pero Claudia Sheinbaum, en México, encarna un liderazgo renovado y fortalecido en democracia, respaldada por índices de aprobación ciudadana que llegan incluso a superar los de su antecesor, Andrés Manuel López Obrador. Sin embargo, aun siendo formidables, estos dos colosos no bastan por sí solos para inclinar la balanza. Existen otras resistencias, más frágiles, más asediadas, pero no por ello menos significativas. Venezuela con Nicolás Maduro, se mantiene firme ante las amenazas militares del Comando Sur, sosteniendo un peligroso pulso que enfrenta al poderío norteamericano. Cuba, bajo la conducción de Miguel Díaz-Canel, continúa desafiando el bloqueo criminal que busca asfixiarla desde hace más de sesenta años. Incluso el opaco gobierno de Daniel Ortega en Nicaragua opera, en los hechos, como un obstáculo para los planes de subordinación regional de Washington. A estas fuerzas se suman las izquierdas que batallan en sus respectivos escenarios nacionales complejos. En Colombia, Gustavo Petro encabeza una disputa decisiva por el sentido del Estado. En Honduras, el progresismo deposita su esperanza en un posible triunfo de Rixi Moncada, que podría frenar la avanzada reaccionaria y retomar el hilo de la refundación democrática. En Uruguay, el Frente Amplio —con Yamandú Orsi como referente— sigue siendo un faro ético y político para las fuerzas de izquierda del continente, demostrando que la coherencia programática puede convivir con la responsabilidad de gobierno. La elección hondureña, por tanto, trasciende largamente las fronteras de ese país. Su resultado podría alterar la arquitectura de poder que Trump intenta consolidar con mano firme. El torbellino latinoamericano no admite observadores neutrales: cada triunfo o derrota se proyecta sobre todo el hemisferio, configurando nuevas posibilidades o clausurando otras. La hora exige claridad estratégica, audacia política y, sobre todo, confianza en la fuerza de los pueblos que nunca han renunciado —ni renunciarán— a su derecho a un futuro digno. Fuente: Contrapunto