G20, COP 26 y la agenda latinoamericana

María Constanza Costa

Entre el escepticismo y la esperanza comenzó esta semana la cumbre internacional por el cambio climático, COP 26, en la ciudad de Glasgow, Escocia. Las siglas COP en inglés se refieren a la Conferencia de las Partes. Es decir, a la reunión —que generalmente se celebra una vez al año— de los casi 200 países que forman parte de la Convención de Naciones Unidas sobre el Cambio Climático. La convención se adoptó en 1992 y establece que los gases de efecto invernadero que emite el ser humano en su actividad cotidiana están contribuyendo al cambio climático.

La primera COP se desarrolló en Berlín en 1995. Esta cumbre fue el puntapié para que se aprobara en 1997 el Protocolo de Kioto. En 2015, se firmó el Acuerdo de París, que obliga a todos los países que adhieran al pacto a reducir la emisión de gases.

La reunión de Glasgow fue antecedida por la Cumbre del G20 en Roma, que reúne a los principales países industrializados y emergentes, un encuentro que tuvo algunos hitos entre sus acuerdos principales. Entre ellos podemos señalar la adopción de un impuesto mínimo global, de al menos un 15%, a empresas multinacionales como una herramienta para lograr un sistema tributario más justo y evitar la fuga masiva de capitales de estas empresas hacia paraísos fiscales, lo que implica un perjuicio para los países en las que operan. Las ganancias de las multinacionales se han expandido al calor de la digitalización y la globalización, y en este marco realizan una evasión fiscal monumental.

Otro punto importante para los países en desarrollo fue la moratoria del pago de los intereses de la deuda, la cual vencía en abril de 2021 y se prolongó hasta fin de año. La Argentina se anotó un punto importante al lograr que la declaración conjunta incluyera debatir la política de sobrecargos del FMI. Los sobrecargos son una tasa extra que cobra el fondo monetario a los países que hayan superado en determinado porcentaje los fondos que tenían disponibles.

Es importante destacar la intervención de los países de la región para poner en agenda la necesidad de que América Latina sea reconocida como “acreedora ambiental”, algo que fue compartido por Brasil, Argentina, Colombia, Bolivia y México. La premisa principal es que los países que tienen que hacer frente a una deuda soberana podrían obtener un alivio financiero por parte de sus acreedores privados y organismos multilaterales, a cambio de proyectos que reduzcan las emisiones y conserven la biodiversidad, es decir, que haya un “canje de deuda por acciones climáticas”.

Argentina ya había puesto este tema en agenda, durante la Cumbre de Lideres sobre el Clima, celebrada en New York en mayo de este año.

Un estudio de la Universidad de Cambridge respalda la posición argentina, al establecer que es uno de los tres países del mundo (junto con Islandia e Irak) que tendría un superávit crediticio positivo al incluirse la variable climática en el análisis de las deudas soberanas de todas las naciones. Eso significa que, si se tuvieran en cuenta los costos ambientales, que actualmente no son medidos por las calificadoras de riesgo, como Standard & Poors, sería un punto a favor para el país.

Entre los principales acuerdos logrados en Glasgow está el compromiso para detener la deforestación en 2030. Los países firmantes de la declaración se comprometen a detener y revertir la tala de árboles esta década, a cambio de financiación por 19.200 millones de dólares en fondos públicos y privados. Este último punto genera cierta desconfianza ya que un acuerdo similar de transferencia de fondos se había firmado en 2014 y los recursos nunca llegaron.

Frenar la deforestación es de vital importancia para la región, sobre todo, si se tiene en cuenta la dramática situación que atraviesa la Amazonía brasileña. El fuego es el principal factor de degradación forestal en esta zona.

Un informe divulgado por el Instituto de Pesquisa Ambiental de la Amazonía (IPAM), sostiene que la cantidad de gases de efecto invernadero generados por la deforestación aumentarían en un 21%. Según el informe, el problema es que el estado brasileño no contabiliza las emisiones causadas por los incendios, y esto altera las conclusiones de los estudios ambientales. Ya que estos estudios no tienen en cuenta los gases que se producen una vez que el incendio ya pasó. Es decir que la situación es peor de lo que se reporta.

La autora es argentina, politóloga y magister en periodismo.

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